jueves, 8 de diciembre de 2011

RESPUESTA A MI ABUELITO

Tenía nueve años cuando mis padres me enviaron con mis tías a San Luis Potosí, mi abuelo tenía mucho tiempo de haber decidido vivir con sus hijas, ya que la soledad de acuerdo a sus palabras, no era aconsejable para un hombre viejo.
Sobre las costumbres religiosas de mis tías, recuerdo que Luisa iba al Santuario de Guadalupe sólo de vez en cuando, María de la Luz, realmente no se; pero pienso que no acostumbraba asistir a ningún templo, tanto ellas como mi madre nietas de un ex sacerdote español e hijas de un libre pensador, cuya esposa era muy religiosa, la mezcla resultó en un cero en religión, en mi casa no se hablaba de éste tema; pero un sábado por la tarde mi tía Luisa me envió a la  a la Iglesia de San Miguelito para que aprendiera lo básico de la religión. La doctrina se impartía en el patio anexo a la iglesia, ahí en los corredores y formando un cuadrilátero, los niños y catequistas formaban diferentes grupos compactos, que se distinguían por el grado de avance en el aprendizaje del catecismo, así como en la preparación para el acto de la primera confesión y comunión.
Los principiantes estaban muy próximos a la puerta de la calle, los que estaban por concluir, casi cerrando el cuadro, muy próximos al ingreso.
A mi me tocó iniciar en la puerta, y avanzar dos estaciones en mi primer sábado, el lunes siguiente por la tarde mi tía me regaló el catecismo, un pequeño panfleto escrito por el padre Ripalda, que en el curso de la semana lo memoricé de la “a” hasta la “z”.
En mi segunda asistencia a la doctrina, recorrí las diferentes estaciones hasta llegar a la final, en la que me estanqué, ahí se enseñaban los horrores de infierno y del purgatorio, las diferentes clases de pecados y los actos necesarios de arrepentimiento que en aquellas lecciones se llamaban actos de contrición.
Con un mar de dudas le expliqué a mi abuelo sobre mi asistencia a la doctrina, él no estuvo de acuerdo, instándome a la rebelión.
Debido a que no compartía con él la idea de la desobediencia, aproveché la hora de la cena y estando todos a la mesa, me atrevía a preguntar:
─Abuelito, ¿qué es no fornicarás?,  grande fue su júbilo al escuchar aquellas palabras, le dio un ataque de risa se le llenaron los ojos de lágrimas, no sé si por recuerdos gratos o por lo imprevisto de mi solicitud. La primera respuesta fue otra pregunta ¿qué otras dudas tienes?
─ ¿Qué es no desearás la mujer de tu prójimo?
Mis tías escandalizadas por las terribles preguntas, se miraban asombradas, ordenaton a mis primos  que se retiraran del comedor, ese tipo de palabras jamás se pronunciaban en un hogar decente.
Mi abuelo sin escandalizarse, me dio una explicación suficiente para un niño adolescente, al escuchar el dulce fluir de sus palabras, me dio la impresión que sentía una especial alegría en su interior. Después de aclarar mis dudas me dio su consentimiento para que siguiera asistiendo a la iglesia, no sin antes prometerle que todas mis dudas las llevarían ante él.
La Iglesia para mi fue algo terrible en mi primera visita, veía rostros transidos de dolor en los nichos y altares, caras de un sufrimiento espantoso, Cristos martirizados, la madre del Salvador contemplando a su hijo clavado en la cruz, con la expresión en su rostro de todo el dolor del mundo, por las noches recordando aquello, me tapaban la cara con miedo, tenía pánico de que se aparecieran, luego conocí otras iglesias, guardo en especial en mi memoria la de la Virgen del Carmen, la Catedral y el Santuario de Guadalupe que visitábamos cuando salía a pasear con mi tía Luisa, los rostros de angustia estaban por doquier, no había ningún santo o santa que en su cara reflejara la alegría de haber sido elegidos por Dios.
Platicando con mi abuelito sobre el miedo que me producían las iglesias, me confesó que él también sentía pavor, que lo mas probable es que su padre también lo haya sentido, entonces fue cuando me hizo aquella pregunta que he llevado en la cabeza:
─ ¿Cómo te imaginas a Jesús, el Nazareno?
“Creo que ahora si podría contestarte abuelito...Jesús cuando niño era como yo, le agradaba correr, brincar, le gustaba jugar con todos los niños, reía con gran alegría, ahora suenan en mis oídos, sus risas. Caminaba descalzo por las polvorientas calles de Palestina y más de una vez, se rompió el dedo gordo de uno de sus pies, al tropezarse y sangrando fue a que su madre lo curara.
Durante el día su cabeza ardía con el fuego del sol de su tierra, y le encantaba mojarse, refrescar su cara en las dulces aguas de la fuente y por las noches jugaba a las escondidas y a los encantados, su padre con cariño le fabricaba juguetes de madera, que le gustaban y eran la diversión de sus compañeros, nunca quiso ser el mejor ni el primero, le agradaba tener amigos.
Irradiaba alegría, siempre miraba a los ojos y su rostro no mostraba enojo ni rencor, sino paz y tranquilidad.
        Cuando fue adolescente, seguía teniendo el rostro de confianza,  mirada franca en sus ojos alegres, aunque su pensamiento era un mar de confusión, su cuerpo crecía y él se sentía turbado frente a las chicas compañeras de juegos, comía como desesperado y no le agradaba que le dieran órdenes, dudaba de la sabiduría de sus padres, no tenía en disciplina y limpieza  sus cosas, le encantaba caminar por al campo y contemplar las nubes, a veces prefería la soledad.
Siendo joven, pensaba que sus padres eran unos ignorantes, no le gustaban los juegos de los niños, escondió los juguetes que su padre con tanto amor le fabricó, le molestaba ir a la iglesia y a veces no quería lavarse, le fascinaba la lectura y por las noches pasaba horas leyendo a la luz de una lámpara, el cansancio lo rendía y se quedaba dormida sobre los pergaminos de las escrituras.
Les huía a las muchachas, le gustaba mucho todo lo que su madre le cocinaba, aunque su rostro se veía más serio, le encantaba reír, pues con facilidad la sonrisa afloraba a sus labios, nunca reñía con sus amigos ni mucho menos se burlaba de alguno, siempre trataba de ayudar a quien lo requería, fuera cargando agua o haciendo favores, le gustaba la música y cantar, su voz era dulce y su canto suave y melodioso.
Su estatura era de un joven de su edad, no era distinto a nadie, su incipiente barba le daba un toque de primavera, cuando empezó asistir a la  Iglesia prefería sentarse en lugares en los que podía oír bien las lecturas; aunque deseaba pasar desapercibido.
Disfrutaba de las reuniones juveniles, en las que se platicaban aventuras y experiencias de viajes, de vez en cuando alguien comentaba algo que los mayores por tradición oral se transmitían.
Cuando llegó a la edad adulta, su rostro seguía siendo alegre, no mostraba tristeza, le encantaba la comida, disfrutaba del vino y de las fiestas, pensaba que sus padres eran personas especiales y los escuchaba con reverencia, era ordenado, de piel morena tostada por el sol, su cuerpo mostraba fuerza física, de ademanes naturales, nada forzado en sus expresiones, franco en el hablar, tenía palabras de apoyo para toda persona, disfrutaba ayudando y les dejaba un grato sabor con su eterna alegría que contagiaba a los que estaban con él.
Abuelito:
Así pienso que debe aparecer en los retablos, en los altares y aún en la cruz, cuando se reveló como Hijo del Hombre, debió llenarse de gracia, no de tristeza, de amor, no de amargura, de dulzura y paz, no de dolor y sin rumbo. Las Iglesias como edificios, deben de ser todas llenas de Luz, no de Tinieblas, creo que así se nos quitaría el miedo.
Pienso que sin solicitártelo, te he robado tus palabras.
       ¿Estás de acuerdo conmigo, abuelito?

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